Por Yudio Cruz
¿Por qué los literatos peruanos prefieren escribir poemas antes que novelas?, le habrían preguntado cierta vez a Mario Vargas Llosa. Porque son unos flojos, habría sido su respuesta. Si la opinión del Nóbel fuese cierta, nuestra región sería la capital del ocio. Y es que de cada diez escribientes altiplánicos, nueve por lo menos emborronan versos. No en balde se dice que en Puno todos son poetas mientras no demuestren lo contrario.
Así, la literatura puneña está copada, si no infestada, de rapsodas. A tal punto que fue necesario “importar” un narrador nato desde Abancay -Feliciano Padilla- para que el nombre de Puno figure mal que bien en los premios Copé y las antologías del cuento peruano. Claro que después emegerían del lago otros cuentistas de valía como Elard Serruto, Adrián Cáceres, Christian Reinoso, Javier Núñez, etc. Tarde nos enteraríamos que un tal Carlos Calderón Fajardo, narrador de talla internacional, había nacido en Juliaca.
En poesía, como ya se dijo, nos sobran los nombres y los versos. De buenas a primeras esta inflación poemática parecería un motivo más para ensalzar a la ciudad del lago. Pero si apartáramos la maleza del jardín, quedarían a lo mucho una decena de poetas: Oquendo de Amat, Alejandro Peralta y Alberto Mostajo; Omar Aramayo, Efraín Miranda y Vladimir Herrera; Alfredo Herrera, Luis Rodríguez…y otros que no consignamos por falta de espacio.
Después del clímax vanguardista (Oquendo, Peralta, etc.), la lírica puneña reflota en los 60 con la célebre Promoción Intelectual Carlos Oquendo de Amat integrada, entre otros, por Omar Aramayo, Percy Zaga, Gloria Mendoza, José Luis Ayala. Luego vendrán los vates de los 80: Alfredo Herrera, Boris Espezúa, Lolo Palza, etc. En los 90 se hablará de una prolífica “generación de fin de siglo”: Simón Rodríguez, Wálter Paz, Gabriel Apaza, Fidel Mendoza, Edwin Ticona, Luis Pacho, Darwin Bedoya, Edy Sayritúpac, Luis Rodríguez, entre otros… ¿Y después de los 90?
Fueron Darwin Bedoya y Luis Pacho los primeros en hablar -o sugerir la idea- de una flamante camada poética distinta a la de ellos. La denominaron “generación del post-2000”. Empero, según Bedoya, estos novísimos estaban en la calle pues sólo habían perpetrado “versos huérfanos de toda arte poética”. Pacho estaba de acuerdo. Para él, la tradición poética puneña había concluido con la generación de fin de siglo; no obstante, de entre los novatos había que rescatar a los menos malos: Velásquez, Talavera, Ticona y Huamán.
La reacción de los aludidos no se hizo esperar. La conclusión de que todos los novísimos son malísimos es apresurada, se alegaba. Hasta se habló de “estos cinco”: Incacutipa, Ligue, Quispe, Huamán y Cruz. Craso error. Al presente, de los “cinco esos”, cuatro por lo menos perdieron la brújula. La desbandada de esta fallida generación poética era fácilmente previsible y sus apologistas no quisimos darnos por enterados.
Pacho y Bedoya estaban en lo cierto. Finalmente el tiempo les dio la razón. Huelga decir que la poesía del post-2000 está a leguas de la poesía de fin de siglo. Ninguno de los otrora novísimos puede parangonarse con los mejores exponentes de los 90. No hay entre aquéllos un Simón Rodríguez, un Darwin Bedoya, un Luis Rodríguez. Las posibilidades de que eso ocurra son cada vez más remotas.
“Generación perdida” denominó recientemente Bedoya a ese puñado de ex jóvenes, nacidos entre fines del 70 e inicios del 80, que hace un lustro o más pugnaban por pegarla de novísimos vates de la lírica altiplánica. Remedos estériles, innovación nula, carencia de nuevos referentes, producción nimia y baladí, etc., etc., son las taras achacables a los integrantes de la primera hornada del post-2000. ¿Qué otra cosa se puede esperar de quienes (ya) no leen poesía, creen que la bohemia lo es todo, garrapatean cuartillas -en el mejor de los casos- una vez al mes, y ni siquiera manejan aceptablemente la gramática? En sus vidas la poesía significó apenas un efímero arrebato post adolescente.
Este balance no es gratuito ni peca de ampuloso. Es tan pobrísimo el papel que hasta el momento jugaron los susodichos -mejor olvidemos sus nombres- que el mote (“generación perdida”) les calza como epitafio a nicho.
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