por Carlos Calderón Fajardo
Por
ejemplo, despertar de pronto en medio de una selva, rodeada Graciela de fieras
hambrientas que se arrojarían sobre su presa mordiéndole la cara, arrancándole
grandes trochas del pecho y ella que se escapa y se mete al edificio, el cable
del ascensor se rompe, y cae varios pisos, pero el ascensor no se estrella
porque ésa había sido sólo una manera de escapar porque el ascensor se detuvo
en el décimo; una puerta metálica y eléctrica se abrió hacia un mirador de
cemento: se veía techos sucios de la ciudad, era un sitio hecho a la medida
para que Graciela corra y se aviente desde un décimo piso cayendo de nuevo como
un huevo frito para después sobre el cadáver tirado en el pavimento vuelen los
zopilotes, de entre los arboles salgan las hienas cuando ya los leones relamiéndose
se habían alejado de ese lugar hecho al pelo para el suicidio. Habían muchas
formas de intentarlo: una, el sueño violeta porque otro color no podía tener el
sueño, la muerte al ingerir una píldora, la primera para hacerse la ilusión que
sólo se quiere dormir, después uno se embroca todo el pomo y es cuando se entra
en ese largo sueño, en un humillo, la sensación de estar flotando, una sensación
parecida a la de estar en un recinto con todas las ventanas clausuradas con
butapercha, hay periódicos en la ranura de la puerta y luego de tomar posición
en una silla, se prende el gas de la cocina y se deja que el gas se escape
lentamente, entre por las narices y es cuando se nos viene el sueño violeta, el
enorme sueño en el que tú ves a una mujer que se eleva por el aire, Graciela
ahogada por el gas, envenenada por una sobredosis de píldoras y en un claro de
aquella selva, los restos quedan a la vista y paciencia de cristianos, son
carne para las fieras y velocidad de caída para los curiosos que se amontonan
al pie de edificio cuando una mujer está por arrojarse de un décimo piso. Para
Graciela todos esos intentos, qué se iban a comparar con el andar lentamente,
por la arena, descalza, recibiendo el vientito del amanecer en las mejillas,
mientras la espuma vuela con el aire por la orilla. Aquel momento macanudo
cuando todo el cuerpo se va metiendo vestido al agua, paulatinamente el agua va
tapando a la mujer hasta que el mar empieza a desvestir a la suicida: abiertos
los brazos de la blusa, revolviéndose el traje dentro de una ola mientras los
pulmones de Graciela revientan con el agua salada que va ingresando a raudales
hasta que ella siente que la cara se le infla como un globo. Y el globo
revienta como un balazo, es decir ese sonido, la típica y clásica imagen del
suicidio: despacio la pistola hasta la altura de la sien, apretando el gatillo
aun más despacito, dándose cuenta del último clic, rapidísimo el clic y ese
sonido derramando pólvora justo en el momento en que ya no se siente nada, se
flota en una especie de limbo.
Porque yo estaba seguro de que tú Graciela te
me querías suicidar. Pero ahora sé que estás viva porque escucho la llave que
metes por el ojo de la cerradura.
Puedo adivinar que aprietas un papel en lo que
hay digamos una carta que me sé de memoria.
“Nos vimos pero no me reconociste, todos estos
días me he cruzado delante de ti con la esperanza de que me reconozcas, pero
parece que por desgracia ya no te acuerdas de mí. No puedo seguir sin verte, Si
uno de estos día me hago del coraje para ir a tocar tu puerta, espero que me
recibas como si no hubiese pasado un solo día en estos diez años” Firmado:
Norberto.
Este mensaje te lo mandó el antiguo enamorado
tuyo y el enamorado se ha cruzado en la calle con Graciela sabiendo lo que ella
se le revuelve en el pecho. Porque en circunstancias así, Graciela, para
ponerse tranquila se va a pasear, había andado unas cuantas cuadras y asomaba
sobre el mar, volvía por el malecón de progreso a su casa porque Graciela vivía
muy cerca al parque en el edificio bastante nuevo, construido altísimo en la
mitad de la calle. En la esquina el antiguo enamorado se sobrepara. La había visto
bien de lejos, de repente fue la timidez, el hecho es que la vio desencajada,
no se acercó, la siguió las cuatro cuadras desde la avenida de los tranvías
hasta el parque; volteó, lo reconoció al aproximarse; nadie de equivoca cuando
una mujer tuerce el cuello como lo torció Graciela. El antiguo enamorado a
pesar de mirarla directamente a la cara, no había podido impedir que Graciela
siguiese caminando. El viejo enamorado dando enormes saltos de calle en calle
para cruzarse con ella que iba siendo empujada como cuando un animal lo empuja
el fuego hacia afuera de la selva, o como cuando alguien se lanza desde el
último piso de un edificio. Eso en aquella cuadra como si fuese pasatiempo
normal de un mujer que regresa a su casa el ponerse a imaginar las diferentes
modalidades para quedar bien muerta. Querer el suicidio después de haber visto
a Norberto, luego de que no pudo hablarle, tirarse del malecón al mar, como si
matándose fuese a decir ya no pienso más, ya no me acuerdo más de él, él no ha
cambiado y si ha cambiado yo muero bajo las ruedas de un camión. Es cuando todo
adquiere color violeta, cuando una mujer como Graciela se para delante de una
vitrina, esas es una tienda de artefactos eléctricos y es completamente lógico
que ella imagine que está en una habitación como en una burbuja llena de gas,
ahogándose, llorando, cayendo al piso morada y sin aire. Muriendo lentamente
hasta que el ruido de la llave en la cerradura la despierta, la saca de ese
limbo, la vuelve a la realidad que no es otra cosa que la de vivir diez años
con un hombre que no es Norberto que en el departamento se pasea con el
periódico bajo el brazo de una pieza a otra. Ese hombre raro que Graciela no
conoce, que no hace otra cosa: repetir el mismo discurso de siempre, hablarle a
Graciela de su sexo, de sus impotencias, de sus incapacidades, de sus miedos,
lo suficientemente fuertes como para botar a una mujer con tanta cháchara a la
calle, huyendo, escapando Graciela hacia la selva, hacia el mar, sufriendo esa
mujer, en cada salida, mil muertes imaginarias, para después, como los
asesinos, volver testaruda al lugar del crimen, regresar de nuevo al
departamento, meter de nuevo la llave en la cerradura, quedarse con la llave en
ese sitio, una llave que no termina nunca de dar vuelta.
Porque yo sé que está allí, Graciela. Sé que
estás dudando, que no abres porque me ves como en cine o fotografía, prendiendo
la lámpara de pantalla color canela, abriendo el periódico y dejándolo sobre el
sillón, comiendo una de las dos peras que dejaste en la cesta sobre la mesa del
comedor, para después finiquitar la pera abrir el refrigerador y sacar la
botella con agua helada para sorberme un trago del pico. Debes de creer que
estoy echado en la cama sin tender pero te equivocas en redondo porque no estoy
allí.
Estoy en el sillón de la sala. Y ahora Graciela
como estatua tras la puerta y yo refundido en ese sillón. Yo estaba por hacer
lo que en las tiendas se llama un balance. Aquella noche, si, diez años atrás,
esa bendita noche. Los dos, Graciela y yo, en una fiesta, en un apartamento
lleno de globos y mascarones de papel, una fiesta de empleados, solteros y
borrachos. La pierna de Graciela cruzada para que yo le viera la pantorrilla
porque Graciela, con medias color carne, era distinta en ese tiempo, con su
vestido a la moda en la época de la minifalda. Suenan los cubitos de hielo en
el vaso. Acababa de alquilar, hace un mes nomas, un departamento muy lindo. No
bailamos; nos la pasamos dándole a la conversación, toda la noche en un rincón
repleto de almohadones, las parejas se apretaban bajo luces indirectas, típico
en fiestas de este tipo. No pude hacer otra cosa que decirle: no te preocupes
por la hora Graciela, porque yo la iba acompañar a su casa. un taxi en la
esquina porque el Volkswagen yo todavía no me lo había comprado y cuando paró
el carro, de un salto me bajé detrás de ella, pagué el precio de la carrera
mientras ella había abierto la puerta principal del edificio; el ascensor
subía, ninguno de los dos hablaba porque lo mejor es quedarse callado en ese
momento a ver qué dice la otra persona; aquellos gestos evidentes al bajar, el
departamento, Graciela, lo había arreglado con muchas flores, un retrato de
payaso en la sala y ella me dice hasta acá nomás. Como si de pronto me hubiesen
dado un baldazo de agua en la cara, como si despertase de una larga borrachera
de varios días, porque en cierta medida la fiesta había sido la coronación del
clásico asecho del cazador a la presa, ella como venadito y yo como león listo
a comerme aquella carne. Habíamos salido con Graciela a diario en una semana
que coincidió, por una de esas casualidades de la vida, con comunes vacaciones
pedidas en abril para aprovechar todavía de la playa y no malograr el horario
de verano pidiendo las vacaciones en marzo. El lunes en la playa y yo que era
aficionado a la lectura no sé por qué pero me puse a perorar sobre el suicidio
de Alfonsina Storni, tal vez porque ella me dijo no te vayas a reír Norberto,
me gusta escribir poemas, y que si me portaba bien me lo ibas a leer, en realidad
en lo que nos metimos fue en una especie de juego, hacer que en esa playa
desierta Alfonsina fuera perdiendo una a una sus ropas mientras lentamente
entraba en el agua. Y fue cuando Graciela hizo saltar como un conejo el folklor
argentino, un disco de Mercedes Sosa, una canción que justamente habla de eso.
Rápidamente yo le dije: conozco el disco, lo conozco. Es que no me imaginaba
calentando a una hembra con canciones de Mercedes Sosa como música de fondo, yo
metiendo el caballo a Graciela mientras la chola le canta a la maestra
argentina, ni de vainas. Veo que se me están confundiendo las cosas. Vuelvo,
regreso a lo de Alfonsina. Y ella entornaba los ojos. Nos besamos la tarde
entera echados en la arena, y hasta ahora no lo comprendo, debí de haberlo
metido el chuncho aquella vez; detrás de nosotros sólo el ruido de las olas, y
ese día en la playa, ella, no sé si decepcionada o púdica, diciéndome al
atardecer que tenía que regresarse temprano y no le pregunté por qué, porque me
habría respondido: voy a recibir la visita de mi tía Eulalia, no sé si Graciela
tenga una tía Eulalia pero no importa.
Nos vimos al día siguiente. Flechazo de amor.
Al día siguiente fue un martes y ella, resabida, no quiso volver a ir a la
playa. Le dije vamos a Barranco y ella subió al colectivo hablando de la poesía
de Eguren pero yo no pensaba en Eguren sino en matorrales bien tupidos, en los
mil lugares ocultos del balneario, pero ella no quiso ir al malecón, y nos
estábamos paseando por la Laguna cuando de sopetón nos dimos de cara con la
entrada al zoológico. Graciela nunca había estado y entramos. Al principio todo
era risa y divertirse mucho, cada con una nube rosada de azúcar y ella
copiándole la mueca a los monos y yo filosofando; no había que burlarse de
nuestros antecesores y nos reímos mucho porque abundaban los parecidos con
personajes de la historia y con artistas de la televisión. Riéndonos a gusto
cuando de pronto ella se quedó muda. En la jaula grande estaba el rey de la
selva tragando una tremenda troncha de carne, los colmillos impresionantes y la
manera de comer también. Y allí fue que metí la pata, porque por mi mala
costumbre de filosofar a cada rato, dije que sería terrible encontrarse con un
león en plena selva y ser comido con zapatos y todo. En seguida Graciela se vio
destripada en el bosque, se impresionó tanto que ahí nomás acabó la excursión
al zoológico. Perdió el habla porque no habló cuando salimos del parque y no
habló tampoco en el colectivo. Después, en un café de Miraflores, mientras ella
avanzaba cómodamente haciendo desaparecer un helado, yo me decía: “No me llamo
Norberto sino me le meto entre sus piernas”. Le miré las pantorrillas, pero
cuando le dije ¿Y? ¿te vienes a conocer mi casa? podrás escuchar todos los
discos de Mercedes Sosa que quieras, ella me contestó diciéndome que la tía
Eulalia se iba de viaje y que a la tía le daban un party de despedida. Debo de
haber olvidado qué hicimos el jueves, la llamé por teléfono porque lo único que
me acuerdo es que la llamé por teléfono; lo curioso fue que aceptó ir a mi
departamento a escuchar cualquier clase de música menos a Mercedes Sosa porque
la gorda la ponía triste y ella no quería estar triste cuando salía conmigo. El
timbre en la puerta, era una campanita, y yo me había bañado, oloroso bajo la
seda de mi bata japonesa, el disco de Mantobani bien bajito, la cama lista, las
sábanas limpias y el espejo estratégicamente colocado, las campanitas que
suenan y yo que corro a la puerta, gritaba en silencio: entra, entra culito
lindo que ahora sí no te me escapas. No sé si fue la bata, o mis pies bien
lavados, o las pantuflas, desde la puerta el dormitorio como una selva a la
cama como la boca de un león, pero algo debió ser, la cosa es que no quiso
entrar, y allí fue que cometí el primer error: quise forzarla, la jalaba para
que entre y ella lloraba y yo ridículo en bata. Se me habían quitado las ganas,
y ella salió corriendo, casi se cae del décimo piso y digo casi se cae porque a
mí me dieron ganas de cargar la en peso y arrojarla a la calle. El ascensor
descendía, pero yo estaba confiado: ándate nomás porque el sábado no te me
escapas. Eso fue lo sorprendente, el día de la fiesta. Siguiendo con la
tradición cometí un error más grande que la anterior: Graciela estaba en la
cocina preparando el café, yo en la sala sin zapatos, en puntillas me fui hacia
ella, cuando estaba a tiro me abalancé sobre Graciela, la arrastré de cuarto en
cuarto y cuando llegamos al dormitorio sonaron las trompetas de los arcángeles
porque esa es la música apropiada para violar a una mujer. Lo hice, sí, eso se
explica cuando se ha salido con una, y después se sale con otra y con otra, te
dicen no justo en el momento en que uno ya está loco, toda la vida lo mismo,
como disco rayado el no, hasta el momento en que ya no aguantas más; a esa
altura del partido, tú estás solo con Graciela, agarras a Graciela como un
animal muerto y la arrastras hasta el dormitorio y allí se lucha contra cierres
que no se ven, imperdibles que punzan y broches con soldadura. Y es cuando ella
grita y llora. Yo me levanto de encima de Graciela y un olor picante rampaba
por todo el departamento, eso porque ella había estado preparando el café, y
porque mientras ella había estado saliéndose el gas de la cocina, al punto que
cuando salí amarrándome los pantalones, la fiesta era ya justo el sitio que han
elegido dos amantes frustrados para suicidarse.
Diez años desde ese día y ni yo ni Graciela ya
no éramos los mismos. Yo sentado en el sillón de la sala y ella caminando por
el malecón, mejor dicho yo sentado en la sala con el periódico abierto y
comiéndome una pera mientras Graciela dudaba en abrir.
Lo primero que hizo cuando entró fue hacerme
aquella pregunta, el papel bien sujeto en la mano: Esta nota es tuya o de
Norberto, diciéndolo muy seria. Mía no es, respondiéndole con la misma
seriedad. Entre el hombre que Graciela recordaba y yo, el verdadero bolondrón
no habría comenzado. Volvió de nuevo a la carga: No mientas, dime: esta nota es
tuya o de Norberto. Ya te he dicho que no es mía. Lo increíble del asunto era
que para Graciela era dos al mismo tiempo, el que fui y el que era. No se daba
por vencida, siguió fregando. Por favor, dime: esta nota es tuya o de Norberto.
No seas cargosa. No debí de haberle dicho nada, cuando le decía cargosa ella
perdía los papeles. No debí de contestarle, porque el Norberto con el que
Graciela vivió la semanita romántica de playas y Jardín zoológico se había
quedado a vivir en su recuerdo, Norberto como hombre que tercia, diferente a sí
mismo. Y ella, allí, con cara de gata resentida y el departamento oscuro,
apenas si entraba luz por los resquicios, la persiana llena de polvo. Yo,
apoltronado en el sillón, el cuerpo tieso, los nervios en punta y apropósito no
había corrido la cortina ni tampoco prendí la luz de la lámpara. Si Graciela
quiso ir a darse una vuelta por el malecón, ponerse a mirar el mar, yo en
cambio, me había quedado a gusto solo, en la oscuridad, dándole vueltas a lo de
Norberto, pensando en mí mismo, recordándome cómo fui.
—¿Cómo está Norberto? —preguntó.
—Igual —contesté— hace rato que no sale del
baño.
—¿Dijo sí?
—Creo que sí, no soy yo el que se lo va a
preguntar.
Graciela en el otro sillón, muda como una
tapia. Y el pícaro chispeo en sus ojos
era porque yo tenía que sacar a Norberto del sitio, hacerlo volar de la vida de
Graciela. Graciela jalando la cortina y la luz del sol se mete en la sala y eso
no me gustó, pensé que en el relumbrón ella se podría dar cuenta enseguida de
eso, que yo era el mismo Norberto. Pero felizmente no pasó así.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Graciela.
—Ya te lo he dicho, está en el baño.
—Quiero verlo.
—Déjalo tranquilo.
—No, quiero verlo, quiero verlo.
Cómo decirle no a la mujer testaruda que quiere
ver al que fue su marido, en el baño, eso es algo imposible de poder impedir.
En el baño, una ventana lateral, los vidrios
nublados creo que se llaman pavonados. Pero Graciela empujó la ventana, la dejó
entreabierta.
Norberto increíblemente nervioso, y sus pasos
medrosos en las losetas frías y aquel temblor de pies a cabeza como si fuese al
matadero cuando en realidad era acercarse al espejo de Norberto, la verdad, lo
que había hecho que en diez años Graciela lo mirase como un bicho, Norberto sin
desvestirse completamente nunca, escondiéndose en playas y piscinas, con miedo
de ser descubierto. Pero a Norberto lo miraban desde una ventana, en el espejo
del botiquín, mejor dicho poniendo el botiquín sobre la tapa del wáter, allí a
la altura exacta. Lo has hecho mil meces en tu vida Norberto y de qué te ha
servido, como si cualquier mañana, después de una noche de insomnios, fueses
Norberto a despertarte, a levantarte de la cama, diferente, otro, acercándote
al espejo. Mirándose Norberto esta vez con un último hálito de esperanza, con
el último entusiasmo, encontrándose de nuevo con la misma decepción: y en la
mitad del espejo los pelos enroscados, y el sexo bien muerto, y una parte del
muslo y del ombligo. Norberto recordando circunstancias iguales a esa,
buscando, en su niñez, en su juventud, en su años de casado, soñando con una
querida y Norberto lo que hacía era ir a fiestas a ver si allí se salvaba, si
en esa fiesta encontraba la mujer que le iba a decir que lo podía hacer feliz,
pero eso no pasaba nunca Norberto y por eso ibas al burdel, amigo de las putas,
y era cuando te sentías un animal, alguien que se suicida, que toma píldoras,
que se duerme para no despertar, que se quiere morir, Norberto. Porque en ese
Norberto había alguien que no dejaba de mirarse, diciendo: este no soy yo, yo
no fui así, debajo de mi cuello ahora hay otro que no soy yo, y que soy, un
impotente, un medio maricón, un incapaz, un monstruo, de la naturaleza, hasta
los perros Norberto, menos tú, porque si quieres puedes ir al zoológico y
constátalo, que toda la naturaleza funciona correctamente menos tú Norberto.
Esa es la otra cara de Norberto. Y él, espejo, resistiéndose al suicidio, a
cortarse las venas, ahogarse en la bañera, dejar que la sangre chorree en el
lavatorio hasta desangrarse, hasta desaparecer, porque ese espejo es un mar
blanco, un mar quieto, extendido, Norberto. El resto de la vida mirándose,
cualquiera podía mentirle menos el espejo y ya Norberto no podía salir del
baño, en cierta manera su muerte tenía la música necesaria, es decir, las
trompetas de los arcángeles. Graciela cerró despacito la puerta del baño.
—¿Quieres café? —preguntó.
—Sí, pero no muy cargado.
El agua en la cafetera y la cafetera en la
hornilla. Yo lo noté en seguida, estaba muy tranquila moviéndose suave, como
después de un baño o un masaje. El nervioso era yo, todo había sido continuar
la misma cuerda durante diez años y en los siguientes minutos se acababa esa
cuerda para empezar otro rollo, otra película, otro cuento, vaya a saber qué.
—No crees que te olvidas de algo…
—De qué.
—Dijiste gratuitamente mucho de mí…
—¿Y quieres que te compense?
—Sí.
—Bueno.
Pero no era fácil liquidar a Norberto, Graciela
planeó la muerte más sangrienta, la más inimaginable. Norberto desnudo en medio
de la selva. Después sin que ella diga nada, un enorme león melenudo aparece de
entre los árboles y de una sola y primera dentellada le saca una tremenda
troncha a Norberto, la fiera que se atraganta mientras los zopilotes y las
hienas esperan a que el león moviendo la cola se aleje nuevamente hacia la
selva, es cuando una escena sangrienta necesita de un complemento, que en lugar
de un león aparezca un tremendo vehículo, se aproxima por la calle como si un
camión también fuera una fiera y aplaste a Norberto que ha salido corriendo del
departamento, casi desnudo, del baño, como si aquel baño fuese una selva en
donde hubiese quedado el gas prendido; Norberto ahogándose había podido romper
los vidrios pavonados saliendo a la calle en busca de aire puro, de la misma
forma como alguien que alguien ha comprado un arma asesina en un
establecimiento de artefactos eléctricos, regresa al lugar del crimen para
quedarse contemplando la vitrina, el sangriento instrumento. De allí en
adelante las salidas se harán más limitadas. Norberto perseguido por un león,
un camión y una cocina, entrará corriendo a un edificio. Sube el ascensor;
cargado el ascensor con tan tremendo peso: un camión, una cocina y un león, se
desploma abriéndose como una flor al estrellarse pero librándose esta vez de la
muerte Norberto porque Norberto se había quedado suspendido en el aire, como en
el limbo, colgado de un fierro, alzando las patas para conseguir trepar después
de muchos esfuerzos nuevamente al piso décimo con la cabeza que le da vueltas,
con una especie de sueño que no tiene otro color que uno violeta; muy violeta
como es el color de la muerte, cuando a Norberto, que se ha salvado del león,
el camión y la cocina, no le queda otra cosa que arrojarse de ese décimo piso
hacia la calle para que la gente disfrute del espectáculo, de la velocidad de
la caída, de un muerto tendido en el pavimento, de la misma manera como un
cadáver queda en el claro de la selva expuesto como un cristiano a ser carroña
de los animales más bajos.
—¿Contesta?
—No, te has olvidado de algo.
—Espérate, déjame recordar… Si ya sé, me olvidé
del ahogamiento en el mar.
—No, deja eso, no sigas profanando la memoria
de la pobre Alfonsina.
—No dije nada.
Se escuchó el balazo dentro del baño, el clic
rapidísimo y el olor a pólvora en toda la casa. Norberto no era nada y flotaba
en el limbo sin regreso.
Graciela servía el café, estaba que me lo
servía y yo sentía aquel calor de hembra que ha comido algo raro porque
Graciela había rejuvenecido, tenía el calor de la mujer que ha botado al hombre
que no la hacía feliz para agarrar a otro y empezar de cero. Los ojos distintos
como si despertase después de haber estado durmiendo un montón de tiempo.
Norberto se había suicidado y se acababa el sueño violeta.
—¿Ya te cansaste de pensar en Norberto?
—Sí ya me cansé —contesté titubeando.
—Si te cansaste, entonces, chiquito zonzo, ven aquí,
pero por favor esta vez apaga el gas, quieres.