domingo, 18 de abril de 2010

El profesor Arias*

Javier Núñez


–¿Ha escuchado la ponencia del profesor Víctor Arias?
–Sí –afirma el sargento Rivas, y mira por la ventana el poniente, luego vuelve a fijar los ojos en el capitán Quiroz–. Me parece que ese señor, o profesor, es de la maldita izquierda.

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–Tienes razón –contesta Víctor Arias.
–No hay vuelta que dar al asunto, todo está claro –dice Martín.
Los dos están sentados en la única cama de una habitación del hostal Copacabana, de la ciudad de Ayaviri.

***

–No es que parezca; lo es –señala el capitán, seguro de sí mismo.
–Sí, claro…
El sargento advierte que el capitán mira sin parpadear los fólderes que están sobre el escritorio.
–No hay duda, el profesor Arias está involucrado en las guerrilleras –dice el capitán mientras el sargento se arregla el gorro militar.

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(El camarada Santos está sentado en la cama, abstraído en cavilaciones confidenciales.) Todo saldrá como está planificado. Así ha de ser… Hoy día he escuchado la ponencia del camarada Víctor… Lo conozco bien: es profesor de Filosofía en una universidad de Puno. Tuve la suerte de asistir a sus clases en varias ocasiones… Hace tres días llegó a esta ciudad de Ayaviri, como ponente del III Encuentro del Magisterio… Comparto sus ideas revolucionarias… Su ponencia de hoy día giró en torno a la lucha de clases sociales… Habló en favor de los movimientos revolucionarios más radicales del continente. Sin embargo, su discurso queda en teoría. Lo que se debe hacer es tomar las armas. Hablando no se soluciona nada; se tiene que ir a la acción, necesariamente… Este maldito sistema político sólo cambiará con la revolución armada… Eso es lo que estamos haciendo nosotros. Correrá sangre, pero ¡qué diablos! Resolveremos esta situación a balazo limpio.

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–Les dolió en el alma escuchar mis palabras –dice Víctor Arias mientras alza la mirada hacia Martín–. No entiendo por qué se hacen problemas. No dije cosa de otro mundo; simplemente he hablado sobre la realidad en que vivimos.
–Me parece que debiste dosificar tu discurso –contesta Martín.
–Eso sería temer a esos malditos. Yo no temo a nadie.

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–Sus palabras le costarán caro… –dice el capitán después de mirar el reloj que lleva en la zurda.
–¿Qué quiere decir, mi capitán?
–Vamos a darle una buena lección; de eso no se olvide, sargento.

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El camarada Víctor dijo lo que a mí me gustaría decir. Por el momento me abstengo, no por miedo sino porque todavía no ha llegado la hora. Las «cosas» tienen que darse con calma y planificadamente; no es bueno lanzarse al mar sin conocer las consecuencias futuras; hay que tener un estudio previo…; y eso es lo que estoy haciendo…

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–Todo está en orden, mi capitán. No se preocupe.
–Muy bien, sargento.

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–Es posible que los cachacos salgan a las calles a cazar a los sospechosos.
–Sí, Martín –dice Víctor Arias–. Esos malditos van a salir.
–Espero, profesor, que usted no esté en la lista negra.

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Creo que Víctor metió la pata. No sé cómo va a salir de ese lío… Vi claramente que el sargento se incomodaba con las ideas revolucionarias del profesor… Lo bueno es que nadie sospechó de mí… Yo soy más revolucionario que todos. ¡Qué diablos! ¡A las armas, carajo!

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El capitán vuelve la cabeza hacia la ventana y advierte que el sol se pone en unos minutos.
–Sargento, vaya a patrullar las inmediaciones del hostal Copacabana. Vamos a arrestar a Víctor Arias.
–Sí, mi capitán.

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–Profesor, disculpe que haya entrado sin tocar la puerta.
–No te preocupes, Bruno –dice Víctor Arias mirándolo sorprendido–. ¿Qué sucede?

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–No dejes que escape el profesor.
–Sí, mi capitán.

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–Profesor, los militares lo están buscando –dice Bruno.
–Sabía que iban a perseguirme esos malditos.
Martín advierte que Víctor Arias se levanta de la cama.

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Todo marcha bien. Mañana salgo para la base de operaciones a informarle al comandante Calixto…; y planificaremos el asalto sorpresivo… Ahora saldré a la calle a comer algo, de paso evaluaré el ambiente. (Se dirige hacia el mercado Central, que está a una cuadra de la plaza de Armas.)

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El capitán advierte que el sargento se dirige al hostal Copacabana, acompañado por diez soldados.

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–Tenemos que salir antes de que lleguen.
–Sí, Bruno –contesta Víctor Arias.

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Martín ve que Víctor Arias pone algunas prendas y libros en la maleta.
–Vamos –dice Víctor Arias.
Los tres se dirigen a la casa de un amigo de Bruno.

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¡Carajo!... Viene el sargento acompañado por diez cachacos… Pero como no me conoce, no pasa nada. Me parece que se dirige al hostal Copacabana donde está alojado el camarada Víctor. Pensaba visitarlo esta noche, pero, por lo que veo, no será posible. Seguramente lo arrestarán…

***

Martín advierte que un caballero avanzado de edad abre la puerta cuando Bruno ha tocado el timbre.
–Buenas noches, señor Camilo –saluda Bruno.
Víctor Arias advierte que Bruno le explica a Camilo sobre los apuros en que se encuentran, y le pide que esa noche los aloje en su casa, porque los militares del retén Tiwinza los están buscando.
–Pasen, caballeros.

***

La gente ve que el sargento Rivas, acompañado por dos militares, está parado a tres metros de la puerta del hostal Copacabana, y otros soldados custodian los alrededores. El sargento está seguro de que el profesor Arias no escapará, porque no hay forma de hacerlo.

***

(El camarada Santos regresa después de cenar y entra en la casa solitaria del jirón Grau, cerca del estadio municipal.) Todo esto huele a porquería. Quiero salir de una vez de esta ciudad para planificar las operaciones necesarias… (Enciende el radiorreceptor.) ¡Caramba!... Escucho una canción de antaño que me recuerda a Rosa Luz. La conocí en la fiesta de «8 de septiembre», cuando esta canción estaba de moda. Ella cantaba acompañada por la orquesta Nieve Blanca. Era bonita y sensual… Y su voz…, su voz era melodiosa… La recuerdo perfectamente. ¿Todavía se acordará de mí? Tal vez piensa que estoy muerto por toda esta vida que llevo.

***

Como a las siete de la noche, el señor que entrega las llaves a los hospedados ve que el sargento Rivas entra con furia, acompañado por varios soldados; le escucha decir que va a inspeccionar todas las habitaciones…
Al término de la inspección, el sargento dice iracundo:
–Ese perro se nos ha escapado.
Luego se dirige al retén acompañado por sus soldados.
–¡Carajo! ¿Cómo es posible, sargento! Dejaste escapar al profesor, ¡maldita sea! –lo reprende el capitán, y ordena con voz de mando–: Nadie entrará en la ciudad ni saldrá de ella sin ser inspeccionado minuciosamente.
La tropa se moviliza por todas las calles.

***

(Al día siguiente, el camarada Santos despierta a las cuatro y media, y enciende el radiorreceptor.) Es posible que Víctor en estos momentos esté en la cana. Yo más bien estoy libre, aunque no había dormido bien… Ahora mismo salgo a la base de operaciones. (De pronto escucha una noticia alarmante: «¡Atención! El camarada Santos está en esta ciudad; si conocen su paradero llamen al despacho del capitán Quiroz o a esta emisora… La tropa ya se ha movilizado en su busca…») ¡Mierda! ¡Qué escucho! Me han descubierto; saben que estoy acá… Debo hacer algo… No me atraparán así de fácil…

***

Varios soldados advierten que el reverendo Linares, al volante de la camioneta, se dirige a la salida Juliaca. Lo saludan con la mano…

***

El reverendo Linares pisa a fondo el acelerador. Antes de llegar al grifo Los Andes advierte que una señora con traje típico del lugar le hace señal de alto. «¿Qué hago? –se pregunta– ¿La llevo o no la llevo? Quizá tenga emergencia.» El reverendo ve que la señora viste una pollera multicolor, mantón y sombrero hongo. No logra verle la cara porque ella permanece con la cabeza gacha.
–Buenos días, padre –saluda la señora con voz ronca.
–Buenos días.

***

–No he dormido bien pensando en atrapar a ese perro del profesor –dice con cólera el capitán.
–No se preocupe, mi capitán, personalmente lo voy a atrapar –profiere el sargento, seguro de sí mismo.
–La inspección será casa por casa –sentencia el capitán.

***

El reverendo Linares advierte que la señora que está sentada a su diestra parece estar nerviosa. «Quizá sea agente del Estado o detective», dice Linares para sus adentros. Entonces detiene el carro bruscamente.
–¿Quién eres! –grita el cura.
La señora se quita el sombrero y lo mira directo a los ojos.
–Profesor Víctor, ¿cómo está usted? –dice el cura cambiando de humor en cuanto lo reconoce.
–Disculpe por el disfraz, padre –dice el profesor–. No pensé asustarlo.
–No se preocupe, profesor; yo también estoy con el disfraz.


*Segunda Mención Honrosa en el Premio Nacional Víctor Humareda Gallegos, 2009

1 comentario:

  1. quiero que me digan a que genero y especie pertenece esta obra

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