miércoles, 22 de julio de 2009

En el nombre de Oquendo: poesía de la miseria y/o miseria de la poesía



Por Yudio Cruz

La influencia (real o supuesta) de Carlos Oquendo de Amat en la nuevas hornadas poéticas de Puno, lejos de ser un soporte consistente (como creen todavía algunos ilusos), se ha convertido hoy en un factor altamente empobrecedor que ha hecho de la poesía un juego torpe y mecánico, indigno del mismísimo Oquendo y compatible sólo con retardados y autómatas.

Se acabó la tregua. Las falsas concesiones y las lisonjas no serán más (pese a la tradición) criterios válidos a la hora de ponderar la calidad poética de los aspirantes al parnaso puneño. Esta máxima incluye también a las mujeres, beneficiarias habituales –no todas– de esa caballerosidad masculina que, fundada la mayor parte de las veces en motivaciones extraliterarias, suele convencerlas de que son poetas, aunque sus propios textos (incluso las mismas autoras, en un rapto de lucidez) se encarguen luego de refutar esta hipérbole. Cuando se trata de opinar sobre trabajos poéticos germinales, nuestros comentaristas literarios --poetas, narradores, ensayistas, antólogos, etc.-- asumen las posturas más variopintas. Me ocuparé sólo de las extremas. Hay quienes, haciendo gala de apertura máxima o desidia sintomática, aprueban, elogian, prologan y presentan --a diestra y siniestra-- cualquier texto que aterrice en sus manos, no importa que la calidad del mismo sea ínfima. El favorecido no requiere desplegar sus dotes de persuasión (el padrinazgo será automático); es más, puede confiar en que su benefactor no lo olvidará cuando haga pública su nómina personal de nuevos poetas. Los hay también quienes reclaman para su generación el protagonismo exclusivo en la última gran eclosión de la lírica altiplánica (una hazaña imaginaria), culpando a los novísimos de ser los únicos responsables de la decadencia en la cual, según ellos, vegeta hoy la (otrora célebre) poesía puneña. Todos los novatos son malísimos y punto (premisa mayor), no se admite prueba en contrario. Tirios y troyanos son metidos por igual en el abominable saco.En respuesta a este último despropósito, sostuve hace poco (Los Andes, 22/2/9) que la susodicha crisis venía de más atrás, justamente de las canteras de quienes tan alegremente la anunciaban. Sugerí cinco nuevos nombres de modo provisorio (un evidente arrebato fraternal) y caractericé a la nueva poesía puneña como oquendiana (en su discutida versión pura, es decir, no indigenista). Señalé además que este elemento era el puente entre las dos últimas generaciones. Ya nuestros comentaristas lo habían dicho antes: los jóvenes (y los no tan jóvenes) escribían de acuerdo al modelo oquendiano. Al cabo de algún tiempo lo volvieron a decir. Bueno, repitámoslo, esta vez en coro: santificado sea el nombre de nuestro máximo vanguardista… ¡Bah! Si hay alguna diferencia entre una foto y una caricatura malévola, entre la pintura de Miguel Ángel y un barullo surrealista de manchas y garabatos, entre un vulgar estribillo de amor y un poema, en fin, entre un monigote y un poeta, el asunto debería alarmarnos antes que entusiasmarnos.

En efecto, el supremo arquetipo de los poetas más jóvenes sigue siendo Oquendo (presunción relativa). Al principio, casi todos creímos (o quisimos creer) que esta suerte de monoteísmo poético era un saludable renacimiento de nuestra vanguardia y, testarudos, desoímos ciertas voces discordantes que ya hablaban de imitaciones burdas, incoherencias y facilismos. De estos tres cuestionamientos, el primero era inconsistente, toda vez que la influencia de Oquendo no podía ser objetada a priori. En cambio, las dos últimas no parecían tan infundadas, lo que las hacía desde ya molestosas como piedras en el zapato. Alguien, en el colmo de la audacia, observó que la incoherencia y el facilismo ya estaban ligeramente presentes en el mismísimo Oquendo. Una herejía impronunciable que nadie estaba dispuesto a escuchar, una inconcebible agresión al sentido común; sin embargo, en cuestiones de fe basta ser un descreído para lanzar la primera piedra. Es más, un tipo osado e irreverente no es forzosamente un embustero. ¿Acaso todos los versos de Oquendo comparten el mismo brillo? ¿Cómo recibiríamos, por ejemplo, a un oscuro hijo de vecino que de un momento al otro se apareciera con este manojo de versos: “En tu ventana/cuelgan enredaderas de los volantes de los automóviles”, “El perfume se volvió un árbol”, “Las cúpulas cantaron toda la mañana”, “Árboles plantados en los lagos cuyo fruto es una estrella”y así por el estilo? (¡Ups!...olvidé que toda obra literaria es un símbolo global). Nuestra reacción (la mía por lo menos) sería análoga a la de Clemente Palma frente a un lamentable soneto --El poeta a su amada-- de un tal C. A. V. que unos bellacos le remitieron anónimamente. Estrellarse contra un hijo de vecino no implica peligro (literario) alguno, pero (¡ay!) el asunto se complica hasta el infinito cuando el susodicho, gracias a los malabares omnipotentes de la crítica (entre otros factores), abandona su estado silvestre y se transforma en mito o leyenda.

Recapitulando: a) la poesía puneña del siglo naciente es oquendiana; b) sin embargo, pesan sobre ella dos cargos gravísimos: la incoherencia y el facilismo; c) Oquendo no está libre de sospecha. Insistir en la veracidad de (a) y (c) es, por el momento, una empresa inútil. Lo que me interesa es demostrar (b); no será difícil. Veamos. Dos son los boletines (medianamente atendibles) publicados por los más jóvenes en estos últimos meses: Cascada de fuego (cuyo primer número acaba de ser lanzado aparatosamente) y Oasis (que ya va por el segundo número). En ambos encontramos secciones dedicadas a promover trabajos líricos de la nueva generación. Los propulsores de Cascada gozan ya de cierto renombre (no todos) y son autónomos en su publicación. Los de Oasis, en cambio, son muchachos neófitos que todavía no pueden prescindir del socorro intelectual de los mayores para sostener su boletín. Nos bastará echar un vistazo aquí o allá para comprobar que la mayoría de los poemas son (o parecen), en mayor o menor grado, oquendianos. En Cascada destacan (mal que bien) Glinio Cruz, Vicente Ytusaca y Luis Alberto Incacutipa (¡viva el amiguismo!); en lo que a Oasis se refiere, no existe aún entre los promocionados alguien descollante (algunos todavía no entienden que la poesía es mucho más que declaración de amor o emoción cívico-patriótica).

Tomaré el poema “Ausencia” de un tal Enrique Beltrán (el menos malo entre los principiantes) para demostrar lo que arriba me propuse. Hecho curioso, el mencionado texto se publicó tanto en Cascada (Nº 1) como en Oasis (Nº 2). Aquí va: “La noche dibuja tus cabellos/ en el espejo/ y la luna se posa/ en tus sueños/ la lluvia vela tus latidos/ y el alba duerme en tus ojos/ un ave busca tu nombre/ en la brisa/ y el río se lleva tu voz”. El poema puede gustarle a cualquiera (hay que admitirlo); sin embargo, no es aconsejable darse por satisfecho con la primera impresión. ¿Cuál será la macroestructura (significado global) del texto? Basándose en el título, un lector incauto dirá: “la ausencia de la persona amada”. Respuesta cantada que no genera ni la más remota convicción (me remito al texto). Pero, hablando con franqueza, ¿tendrá el poema de marras unidad y coherencia global? Para contestar con sensatez (y no pedirle uvas a los espinos) urge conocer su “método de composición”. Atención, he aquí una receta para convertirse en poeta oquendiano en cuestión de minutos y sin siquiera haber leído a Oquendo: 1) Enamórese necia y perdidamente (no importa de quién); 2) Seleccione una docena (aprox.) de sustantivos románticos (sonrisa, latidos, nombre, luna, cielo, ave, brisa, etc.); 3) Haga lo propio con cinco (aprox.) verbos no exentos de carga sentimental (dibujar, deshojar, caer, etc.); 4) Piense arrebatadamente en el ser amado y enlace del modo más inspirado posible los sustantivos valiéndose de los verbos (La brisa deshoja tu nombre /y mis latidos caen de la luna / Un ave dibuja tu sonrisa en el cielo…, etc.); 5) Felicidades, Ud. se graduó de poeta (vaya buscándose un padrino bonachón). Aunque parezca mentira, esta es la fórmula más usual en la mayoría de los poetas del siglo naciente. La poesía se transforma en ejercicio lúdico, maquinal y extraordinariamente fácil. Las imágenes son forzadas y abstrusas, abundan las pseudometáforas y todas las composiciones están infestadas por el tópico amoroso. Siguiendo un procedimiento tan sencillo cualquiera puede dárselas de poeta (¿habremos topado por ventura con la clave para hacer de la poesía un acto de masas?).

Enrique Beltrán es, sin lugar a dudas, un típico ejecutor de este método casero. Sería insensato exigirle a su texto unidad y coherencia porque la esencia del mismo es incompatible con esas propiedades. Para componer “Ausencia”, el autor jugueteó con 14 sustantivos (noche, cabellos, espejo, luna, sueños, lluvia, latidos, alba, ojos, ave, nombre, brisa, río, voz) y 6 verbos (dibujar, posar, velar, dormir, buscar, llevar), amén de evocar apasionadamente a su musa. Este poema puede admitir, siguiendo la fórmula ya expuesta, un sinfín de variantes lúdicas, con resultados tan hueros (aunque espléndidos en apariencia) como su versión definitiva. Por ejemplo: Tu voz duerme en la brisa/ El río dibuja tus cabellos / La lluvia se posa en tus sueños / Un ave se lleva tus latidos...y así ad náuseam. En suma, no se trata de comunicar algo sino de regodearse fabricando (al por mayor) imágenes descabelladas si bien primorosas. Quiero aclarar que no estoy descartando sin más el valor de este “método de composición”; creo que con algunos reajustes necesarios y usado con prudencia, sería medianamente útil para aquellos que quieran iniciarse (sin megalomanías) en la escritura poética y más todavía para quien tenga a su cargo la dirección de un taller (de esto puede dar fe mi amigo y ex profesor José Luis Velásquez, quien en su cátedra de Composición de Textos Literarios, aplicó un método semejante pero mucho más brillante y eficaz). Sin embargo, su empleo no puede ser de ningún modo un pasaporte gratuito para alcanzar la gloria.Los poemas semánticamente fallidos a los que da lugar la ciega confianza en el “método”, plantean al crítico (o al lector), que desee abordarlos exegéticamente, un desafío tan laborioso como inútil. En el mejor de los casos, deberá conformarse con atisbos que no vayan más allá de la generalidad y la superficie. Existe, no obstante, otra posibilidad: que oficie no de adivino (sería ocioso buscar una respuesta inexistente) sino de inventor. Así el “crítico” se encargará de la noble tarea de crear para los pobres poemas --del amigo, claro está-- el sentido del que siempre carecieron. Ahora bien, si dejamos de lado los textos individuales y nos concentramos en la poesía como fenómeno cultural, en este caso como expresión de la subjetividad de los más jóvenes, veremos que su carácter lúdico, maquinal y dócil, además de su temática amorosa, denota una actitud light que, enmarcada en la posmodernidad y a diferencia de antaño, rechaza el compromiso con las grandes causas de interés colectivo (el metarrelato de la revolución, v. gr.) y que, por el contrario, está centrada en el sujeto, una suerte de neonarcicismo que en poesía se refleja en el predominio del “yo lírico”. Parte considerable de los poemas “oquendianos”, que la generación del siglo naciente escribe con frenesí, poco o nada tiene que ver con Oquendo. Ya demostré que para fungir de poeta basta (y sobra) con asimilar un método irrisorio; la obra de nuestro máximo vate es, para quien opte por este camino, totalmente prescindible. Varios de los aspirantes al parnaso puneño --el porcentaje exacto es inconfesable-- ni siquiera leyeron en su integridad los 5 metros (si bien no soy candidato a poeta, confieso que mi primer ejemplar, en formato “alasitas”, me lo regalaron hace un par de meses); otros a duras penas recuerdan el poema titulado “Madre” (lo aprendieron a cocachos en algún colegio fiscal). De Beltrán y Cía. podemos decir que se volvieron “oquendianos” no gracias a una lectura fervorosa de 5 metros sino al contacto con poemarios (más accesibles y populares) de escritores oquedianos como Luis Rodríguez o José Luis Velásquez. Si la herencia dejada por Oquendo fue para éstos una poderosa antorcha, para aquéllos no pasó de ser un mechero indigente. De esta manera, la crisis de la poesía puneña en ciernes no es completamente imputable a la influencia de nuestro ídolo vanguardista, cuyo nombre, en este caso, se toma en vano. Sin embargo, insisto en algo: hay versos de Oquendo que, en más de un aspecto (como vimos, no los más loables), coinciden con los de Beltrán y Cía.

La pobreza de fondo (tal vez no de forma), que en nuestro medio afecta a la producción lírica más reciente (miseria de la poesía), puede ser confrontada con trabajos “sustanciosos”, cuya autoría corresponde a los poetas de fin de siglo y que, en su mayoría, obedecen a una consabida forma de asumir la escritura: la “literatura comprometida”. Esta concepción, elevada a la categoría de dogma por los marxistas, obliga al escritor a la toma de posición a favor del “pueblo” y hace de la literatura un instrumento servil de la ideología. El correlato político inevitable de la “literatura comprometida” es el izquierdismo. Tras el colapso global de los regímenes socialistas, los escritores comprometidos se quedaron sin piso. Algunos persistieron en sus convicciones políticas y, por ende, estéticas (terquedad religiosa); otros se lanzaron en pos de utopías (sub)alternas; pocos, muy pocos, pisaron tierra y aceptaron con hidalguía la victoria (por qué no definitiva) del capitalismo. Entre los disidentes encontramos a los abanderados de la llamada “literatura andina”. Integran esta comparsa escritores provincianos (y quizá algún capitalino despistado) que, para hacer frente al centralismo literario, magnifican su condición de periféricos y marginales. Si los actuales partidarios de la “literatura comprometida” vociferan (cuándo no) contra las iniquidades del neoliberalismo, cuyas víctimas lamentables son los países subdesarrollados; los escritores andinos, incapaces de superar el trauma de la conquista, arremeten contra el mundo occidental, de cuyo perverso dominio quieren rescatar a la excelsa cultura andina. Profesan un odio cerril a Mario Vargas Llosa (dizque el sumo pontífice del pensamiento occidental) y a otros “escritores criollos” (Bayly, Cueto, Roncagliolo, Thays) que, inmunes al complejo provinciano, se codean con literatos de talla universal. Y, peor aún, pretenden reducir nuestra literatura a un desfile monótono e insoportable de autores precolombinos, indianistas, indigenistas, neo indigenistas y andinos, como si por el mero hecho de haber nacido en los andes, un escritor estuviese condenado a describir los padecimientos (reales o imaginarios) del indio. Aunque no todos lo admiten (flagrante inconsecuencia), el correlato político de la “literatura andina” es obviamente el indigenismo, una estafa ideológica que, amparada en identidades postizas (fraguadas merced a un pasado de ensueño), demanda para las culturas originarias una autonomía absoluta que las libere para siempre de la execrable hegemonía occidental. Si bien los partidarios respectivos del izquierdismo y del indigenismo suelen descalificarse entre sí, hay un profundo (re)sentimiento que los hermana: el tercermundismo, esa manía típicamente latinoamericana que consiste en culpar a otros (los imperialistas, los blancos, etc.) de las desdichas, frustraciones e ineptitudes propias. Así, el poeta que se adscriba a cualquiera de estos bandos literarios, estará obligado a describir y denunciar en sus textos la paupérrima y humillante situación que, por obra y gracia del primer mundo, soportan nuestros pueblos, a los que a su vez deberá prodigar ditirambos (poesía de la miseria).

Casi todos los poetas que conforman la hornada del noventa (o fin de siglo) optaron por una u otra vertiente. En algunos casos las conjugaron armoniosamente; en otros, sumaron a su haber el ingrediente oquendiano. La violencia (política) y la andinidad son --sus voceros estarán de acuerdo-- los temas que aparecen con mayor nitidez en sus poemas. Entre quienes sucumbieron, conciente o inconcientemente, al hechizo de Oquendo figuran: Luis Rodríguez, Simón Rodríguez, Eddy Sayritupa, Wálter Paz, Rubén Soto, etc. El único puente (muy frágil, por cierto) que une a este grupo con los poetas del siglo naciente es la huella del autor de 5 metros. Los temas político-sociales o andinos, en estos últimos, brillan por su ausencia. José Luis Velásquez, Saúl Huamán, Vicente Ytusaca y Glinio Cruz son los poetas oquendianos que resaltan (el primero más que el resto) en esta nueva hornada. En ambas generaciones la influencia de Oquendo se evidencia máxime en el empleo del lenguaje poético, o sea, en la forma peculiar de construir imágenes y metáforas; los malabarismos tipográficos, la disposición de los espacios en blanco y la concepción del libro como objeto, quedan en segundo plano (aunque no en todos los casos). Los poetas del siglo naciente que ya alcanzaron un mínimo de reconocimiento (al menos en el círculo de sus amigos) se tambalean sobre un muro peligroso. Dependiendo del lado al que caigan, estarán a merced de los no tan jóvenes (y su poesía de la miseria) o los novísimos (y su miseria de la poesía). Todo parece indicar que irán a parar junto a los últimos; tal vez ya estuvieron allí y fueron los primeros en morder el polvo. En fin, lo que deben comprender, si quieren salvar sus poemas (y sus pellejos), es que hay un trillado paradigma que hundió a la lírica puneña última en una calamidad intolerable, el mismo que, por respeto a Oquendo, tienen que desechar cuanto antes.

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