–¿Recuerdas tu nombre?
–No.
–¿Te sientes bien?
–Sí, mejor que ayer.
Estoy acostado sobre unos terciopelos dentro de una barraca. A mi lado está sentada una muchacha cuyos cabellos le llegan hasta la cintura, sus ojos parecen dos luceros mirando el infinito, y su rostro bellísimo juega con su silueta de princesa.
–¿Dónde estoy?
–En una isla.
–¿Cómo llegué hasta aquí?
Te encontré inconsciente en la orilla del lago. Sin perder tiempo te traje hasta aquí jalando de brazos por la tierra. Cuando llegamos te acosté con cuidado y advertí que estabas más frío que un trozo de hielo. Entonces te di calor con mi propio cuerpo. Una hora después abriste los ojos. No podías hablar, sólo te limitabas a mirarme como una estatua.
Por la tarde fui a mi morada. No les conté nada a mis hermanas. Al día siguiente, antes que raye el alba, regresé a verte y te encontré dormido. Me senté a tu lado, luego te desperté con cuidado. Abriste los ojos con esfuerzo, dando la sensación de alguien que vuelve a la vida después de una centuria. No hablabas, sólo me mirabas. El manjar y el jugo de frutas te los puse en la boca…, y los engulliste trabajosamente.
Ayer volví con los primeros rayos del sol. Te encontré despierto. ¿Lo recuerdas? Claro que lo recuerdas. Te traje una alforja llena de frutas, pasas y manjares. Te los comiste desesperado mientras yo te miraba concentrada en tu actitud. Balbuceaste algunas palabras que no entendí.
Y esta mañana me demoré porque mis hermanas sospecharon algo. Les inventé un cuento y vine casi secretamente. Al llegar te encontré sentado en la puerta de esta barraca y te vi sano y lozano… Así fue como llegaste a esta isla… Ahora me iré rápido; mis hermanas deben estar esperándome. Mañana volveré con mis manjares y te cantaré mis melodías…
¿Quién será esa doncella? Viene por las mañanas y se va por las tardes. No tengo la menor idea de su identidad. A ratos pienso que es una princesa de cuentos de hada. Creo que yo también me he convertido en personaje de ficción. No recuerdo mi nombre ni sé cómo llegué a estas tierras. Quizá soy un príncipe caído en la guerra y ella es hija del rey que consiguió la victoria.
Su voz es divina y delicia para mis oídos. Cuando canta parece que el mundo está hecho de átomos de música, incluso pienso que los dos somos ondas melódicas en el espacio.
A ratos dudo de mi existencia. Quizá no existamos, quizá seamos personajes de una novela sin terminar. O tal vez seamos un suspiro de un poeta, o un rayo de luz, o una melodía… O a lo mejor ella es una canción y yo un poema.
Desde aquí, donde estoy sentado, la veo venir a paso ligero, con sus cabellos sueltos y su silueta de princesa… A cada huella que deja al caminar la veneraré cuando se marche…
Se está acercando al ritmo de la brisa, inspirando belleza a diestra y siniestra. Apenas llegue besaré su sombra.
Creo que me ha visto. Advierto la sonrisa dibujada en su rostro de virgen. Hola, me dice, ¿ya estás mejor? Sí, le digo, mejor que nunca; ya puedo ir a la guerra. Se ríe mirándome con sus ojos claros. Sonrío como en mis buenos tiempos y ella se sienta a mi lado. Te traje pasas y manjares, me dice.
Sentados en esta isla miramos el horizonte donde se pierde el lago. La brisa nos abanica las mejillas y sus cabellos se agitan. Nos miramos a los ojos y le pregunto cómo se llama. Me dice que no tiene nombre. Llámame como te guste, me sugiere. Nirvana, le digo. Me sonríe mientras le acaricio los cabellos. Yo tampoco recuerdo mi nombre, le digo. No sé cómo llamarte, me dice.
Luego caminamos hacia la orilla bañada por las aguas diáfanas. Cántame una canción, le digo. Ella abre su repertorio con su voz celestial y la brisa deja de soplar. Las pequeñas olas se sosiegan, las gaviotas dejan de cantar. Todo vuelve a la calma. Sus melodías se escuchan en los cuatro puntos cardinales y son delicias para cualquier oído humano.
Seguimos caminando como dos almas enamoradas. En esos peñascos te encontré, me dice. Cuando nos acercamos veo un cartapacio tirado a su suerte, y se me hace familiar. Lo alzo con la diestra y advierto que contiene papeles deteriorados. De pronto recuerdo toda mi vida pasada. ¿Qué sucede?, me dice. Nada, balbuceo. Sigo mirando los papeles, y los recuerdos colman mi mente. De pronto digo: me llamo Christopher. Ella me mira asustada y sus ojos pierden el color de otros días. Has recordado todo, me dice con tristeza en sus labios, ya sabes quién eres.
Mientras peleo con mis recuerdos, ella permanece callada con la mirada puesta en el horizonte. Te irás donde los tuyos, donde tu mundo, me dice, ellos te necesitan. Nunca más volverás a esta isla. Vuelvo la cabeza poco a poco y advierto sus ojos empapados en lágrimas. Estás llorando, le digo. No me contesta. La brisa juega con sus cabellos sueltos y yo me arrepiento de haber pronunciado mi nombre. Si no veníamos por aquí, no hubiéramos encontrado este maldito cartapacio que me devolvió la memoria. Ahora he recordado todo, maldita sea.
Los versos de Darío cruzan mi mente: La princesa está triste / ¿qué tendrá la princesa? Hubiéramos vivido felices si no hubiera recordado nada de mi vida pasada. Desgraciadamente lo he recordado todo. Perder la memoria era como morir y volver a nacer… Limpio sus lágrimas con los pétalos de una rosa. En eso advierto un barco que se aproxima. Ella echa a correr hacia la orilla. ¡Nirvana!, grito con todas mis fuerzas. Corro detrás de ella pero no logro alcanzarla. La veo perderse en las aguas sosegadas del lago.
Las lágrimas humedecen mis mejillas y todavía estoy mirando el punto exacto donde ella se ha sumergido. ¡Maldito cartapacio!, exclamo, y lo arrojo al fondo del lago.
Es un barco de la Marina de Guerra del Perú. Cuando la nave ancla se apean dos agentes y se preguntan cómo pude haber sobrevivido a la catástrofe que sufrió el barco donde viajaba. No les doy mucha explicación. Murmuran que necesito tratamiento médico. Me suben al barco y emprendemos la marcha.
Después de avanzar cierto trecho le pregunto a uno de ellos: ¿Cuando me vieron estaba solo o con alguien? Estabas solo, me dice. Estaba con alguien, le contesto. El otro que me ha escuchado sentencia seguro de sí mismo: Está loco. Es así como me llevan a la ciudad, sentado, cabizbajo, con unas ganas de llorar. De nada sirve vivir si a Nirvana nunca volveré a verla. Es mejor morir aquí mismo.
Miro el reloj colgado a la diestra del piloto. Son las cinco y cincuenta minutos de la tarde. De pronto escucho una canción que viene de lejos, una canción nostálgica que es capaz de arrancar el llanto al mundo entero. ¿Escuchas algo?, le pregunto al que está sentado a mi lado. Nada, me dice, sólo el sonido del motor… Estoy seguro de que es Nirvana…, sí, ella misma… Tengo que ir por ella…
(¡Cuidado!, grita uno de los agentes, ¡sujétenlo…!)
*Este cuento forma parte de "La asesina"
–No.
–¿Te sientes bien?
–Sí, mejor que ayer.
Estoy acostado sobre unos terciopelos dentro de una barraca. A mi lado está sentada una muchacha cuyos cabellos le llegan hasta la cintura, sus ojos parecen dos luceros mirando el infinito, y su rostro bellísimo juega con su silueta de princesa.
–¿Dónde estoy?
–En una isla.
–¿Cómo llegué hasta aquí?
Te encontré inconsciente en la orilla del lago. Sin perder tiempo te traje hasta aquí jalando de brazos por la tierra. Cuando llegamos te acosté con cuidado y advertí que estabas más frío que un trozo de hielo. Entonces te di calor con mi propio cuerpo. Una hora después abriste los ojos. No podías hablar, sólo te limitabas a mirarme como una estatua.
Por la tarde fui a mi morada. No les conté nada a mis hermanas. Al día siguiente, antes que raye el alba, regresé a verte y te encontré dormido. Me senté a tu lado, luego te desperté con cuidado. Abriste los ojos con esfuerzo, dando la sensación de alguien que vuelve a la vida después de una centuria. No hablabas, sólo me mirabas. El manjar y el jugo de frutas te los puse en la boca…, y los engulliste trabajosamente.
Ayer volví con los primeros rayos del sol. Te encontré despierto. ¿Lo recuerdas? Claro que lo recuerdas. Te traje una alforja llena de frutas, pasas y manjares. Te los comiste desesperado mientras yo te miraba concentrada en tu actitud. Balbuceaste algunas palabras que no entendí.
Y esta mañana me demoré porque mis hermanas sospecharon algo. Les inventé un cuento y vine casi secretamente. Al llegar te encontré sentado en la puerta de esta barraca y te vi sano y lozano… Así fue como llegaste a esta isla… Ahora me iré rápido; mis hermanas deben estar esperándome. Mañana volveré con mis manjares y te cantaré mis melodías…
¿Quién será esa doncella? Viene por las mañanas y se va por las tardes. No tengo la menor idea de su identidad. A ratos pienso que es una princesa de cuentos de hada. Creo que yo también me he convertido en personaje de ficción. No recuerdo mi nombre ni sé cómo llegué a estas tierras. Quizá soy un príncipe caído en la guerra y ella es hija del rey que consiguió la victoria.
Su voz es divina y delicia para mis oídos. Cuando canta parece que el mundo está hecho de átomos de música, incluso pienso que los dos somos ondas melódicas en el espacio.
A ratos dudo de mi existencia. Quizá no existamos, quizá seamos personajes de una novela sin terminar. O tal vez seamos un suspiro de un poeta, o un rayo de luz, o una melodía… O a lo mejor ella es una canción y yo un poema.
Desde aquí, donde estoy sentado, la veo venir a paso ligero, con sus cabellos sueltos y su silueta de princesa… A cada huella que deja al caminar la veneraré cuando se marche…
Se está acercando al ritmo de la brisa, inspirando belleza a diestra y siniestra. Apenas llegue besaré su sombra.
Creo que me ha visto. Advierto la sonrisa dibujada en su rostro de virgen. Hola, me dice, ¿ya estás mejor? Sí, le digo, mejor que nunca; ya puedo ir a la guerra. Se ríe mirándome con sus ojos claros. Sonrío como en mis buenos tiempos y ella se sienta a mi lado. Te traje pasas y manjares, me dice.
Sentados en esta isla miramos el horizonte donde se pierde el lago. La brisa nos abanica las mejillas y sus cabellos se agitan. Nos miramos a los ojos y le pregunto cómo se llama. Me dice que no tiene nombre. Llámame como te guste, me sugiere. Nirvana, le digo. Me sonríe mientras le acaricio los cabellos. Yo tampoco recuerdo mi nombre, le digo. No sé cómo llamarte, me dice.
Luego caminamos hacia la orilla bañada por las aguas diáfanas. Cántame una canción, le digo. Ella abre su repertorio con su voz celestial y la brisa deja de soplar. Las pequeñas olas se sosiegan, las gaviotas dejan de cantar. Todo vuelve a la calma. Sus melodías se escuchan en los cuatro puntos cardinales y son delicias para cualquier oído humano.
Seguimos caminando como dos almas enamoradas. En esos peñascos te encontré, me dice. Cuando nos acercamos veo un cartapacio tirado a su suerte, y se me hace familiar. Lo alzo con la diestra y advierto que contiene papeles deteriorados. De pronto recuerdo toda mi vida pasada. ¿Qué sucede?, me dice. Nada, balbuceo. Sigo mirando los papeles, y los recuerdos colman mi mente. De pronto digo: me llamo Christopher. Ella me mira asustada y sus ojos pierden el color de otros días. Has recordado todo, me dice con tristeza en sus labios, ya sabes quién eres.
Mientras peleo con mis recuerdos, ella permanece callada con la mirada puesta en el horizonte. Te irás donde los tuyos, donde tu mundo, me dice, ellos te necesitan. Nunca más volverás a esta isla. Vuelvo la cabeza poco a poco y advierto sus ojos empapados en lágrimas. Estás llorando, le digo. No me contesta. La brisa juega con sus cabellos sueltos y yo me arrepiento de haber pronunciado mi nombre. Si no veníamos por aquí, no hubiéramos encontrado este maldito cartapacio que me devolvió la memoria. Ahora he recordado todo, maldita sea.
Los versos de Darío cruzan mi mente: La princesa está triste / ¿qué tendrá la princesa? Hubiéramos vivido felices si no hubiera recordado nada de mi vida pasada. Desgraciadamente lo he recordado todo. Perder la memoria era como morir y volver a nacer… Limpio sus lágrimas con los pétalos de una rosa. En eso advierto un barco que se aproxima. Ella echa a correr hacia la orilla. ¡Nirvana!, grito con todas mis fuerzas. Corro detrás de ella pero no logro alcanzarla. La veo perderse en las aguas sosegadas del lago.
Las lágrimas humedecen mis mejillas y todavía estoy mirando el punto exacto donde ella se ha sumergido. ¡Maldito cartapacio!, exclamo, y lo arrojo al fondo del lago.
Es un barco de la Marina de Guerra del Perú. Cuando la nave ancla se apean dos agentes y se preguntan cómo pude haber sobrevivido a la catástrofe que sufrió el barco donde viajaba. No les doy mucha explicación. Murmuran que necesito tratamiento médico. Me suben al barco y emprendemos la marcha.
Después de avanzar cierto trecho le pregunto a uno de ellos: ¿Cuando me vieron estaba solo o con alguien? Estabas solo, me dice. Estaba con alguien, le contesto. El otro que me ha escuchado sentencia seguro de sí mismo: Está loco. Es así como me llevan a la ciudad, sentado, cabizbajo, con unas ganas de llorar. De nada sirve vivir si a Nirvana nunca volveré a verla. Es mejor morir aquí mismo.
Miro el reloj colgado a la diestra del piloto. Son las cinco y cincuenta minutos de la tarde. De pronto escucho una canción que viene de lejos, una canción nostálgica que es capaz de arrancar el llanto al mundo entero. ¿Escuchas algo?, le pregunto al que está sentado a mi lado. Nada, me dice, sólo el sonido del motor… Estoy seguro de que es Nirvana…, sí, ella misma… Tengo que ir por ella…
(¡Cuidado!, grita uno de los agentes, ¡sujétenlo…!)
*Este cuento forma parte de "La asesina"